14. Pasos para aprender a improvisar
Cuando por fin había memorizado los pasos, comenzaron las contradicciones.
Convencido por aquella frase de que “jamás es demasiado tarde para aprender”, me metí a clases de salsa. Al tiempo dominé el un-dos tres cinco-seis-siete (el cuatro no se cuenta, me dicen), la posición cerrada, el paso lateral y la posición abierta. Aprendí también a girar a mi pareja a la derecha sin perder el ritmo o mirar mis pies.
Luego de varias clases hicieron el baile mensual. Acomodaron sillas al rededor de la pista, colocaron una mesa y sobre ésta, vasos desechables y un garrafón con agua sabor naranja tang. Pusieron música. El punto es divertirse, me dicen, pasarla bien.
Recurro a la estrategia del sediento insaciable, no por miedo sino para tener tiempo de decidir a quién sacar a bailar. Cerca del garrafón, vaso siempre en mano, miro a las mujeres disponibles. Elijo a la única con quien me ha salido mejor la coreografía días atrás.
Un-dos-tres cinco-seis siete, un-dos tres cinco-seis-siete, ¿y luego? Ah, sí, la vuelta a la derecha, ¿a su derecha? No pienses tanto que vas a perder el paso, mejor continúa con el básico hasta estar seguro si debes girarla en el tres o en el cinco. Es en el tres, y a su derecha, ya me acordé. Va: un-dos-tres cinco-seis-siete. ¡Bien, carajo, bien!
Mi voz interior está orgullosa de mí, pero cuando la canción termina me doy cuenta de que he girado a mi pareja una sola vez. Es de esperarse que a la mitad de la siguiente canción me sugiera qué otros pasos y giros podemos hacer, sin un orden específico. Lo intento, pero no puedo. Como después de tres canciones se aburre de girar a la derecha, finge cansancio, y a mí, por supuesto, me vuelve a dar sed.
Al lado del garrafón, vaso siempre en mano, analizo lo ocurrido. Me habían enseñado los pasos, pero no me habían enseñado a improvisar. Y eso, ¿en cuántas clases de aprende?
Recuerdo que de niño las cosas no eran tan complicadas. En la primaria sabía que terminando primer grado, pasaba a segundo, y luego a tercero, y así hasta la secundaria y la prepa. No tenía que elegir: en el programa escolar quedaban establecidas las materias del año. Sólo debía memorizar las cosas que me enseñaban y contestar los exámenes.
Con una infancia automatizada, cualquier consejo que recibía se convertía en una regla a seguir, incluso en el enamoramiento. Si me gustaba una niña del salón, lo que tenía que hacer era comprarle algo en la cope, prestarle mis colores, hacerles su tareas, esperar a que sus papás pasaran por ella a la salida. Fácil.
De joven, las cosas cambiaron un poco: en vez de esperar a que sus papás pasaran, la acompañaba a su casa y, si la economía me lo permitía, le pagaba el pasaje del camión. Si era una chica despistada como Claudia, y no advertía los designios de mi corazón, nada más efectivo que regalarle rosas, pero tenían que ser rojas, me dijeron, porque no hay otras flores ni otro color para el amor. ¡Qué vergüenza errar en algo tan elemental! Elegir un girasol o un tulipán morado podría arruinar el futuro noviazgo.
Pero quedaba un paso más, imprescindible, que era, claro, preguntar: ¿Quieres ser mi novia?, así, con esas palabras, en ese orden, y con la entonación de pregunta al final. Si la respuesta era afirmativa, lo que seguía era acercarse y darle un beso en la boca, pero tiene que ser en la boca, me dijeron, no en la frente, ni en la nariz, ni en los párpados, porque no es romántico nada de eso. Llegué a pensar que besarle la mejilla podría considerarse, más que una equivocación, una falta de respeto.
La verdadera falta de respeto, supe después, era dejar los ojos abiertos durante el beso, porque significaba que no la querías. No importaba si seguías al pie de la letra los pasos anteriores, si miras, me dijeron, puedes perderlo todo. Era la regla de Lot.
Cuando por fin había memorizado los pasos, comenzaron las contradicciones.
Si no miraba a Claudia cuando le decía cosas importantes como qué bonita estás, a mí también me gusta esa canción, yo también te amo, mentía. Desviar la mirada evidenciaba una supuesta infidelidad con Alicia, la muchacha más guapa de la escuela. Y cuando dejaba de mirar a Claudia más tiempo, como en los besos, ¿quién le aseguraba que no pensaba en Alicia o en la directora?
Cuando intuía que la relación estaba a punto de terminar por las múltiples sospechas de engaño que me fabricaba Claudia por no mirarla todo el tiempo, me enseñaban una nueva regla básica que me sacaba del error: los celos son encantadores porque demuestran que tu pareja te quiere mucho. Entonces el noviazgo no se estaba deteriorando, más bien alcanzaba su mejor momento.
En este punto, me siento con el derecho ser celoso y reprocharle a Claudia qué tanto le mira al de tercero cé, y por qué le sonríe cada que se lo encuentra en el recreo. Pero una nueva regla no escrita, igual de básica que la anterior, me dijeron, indica que lo mío no es amor sino desconfianza, y así no pueden funcionar las cosas.
Todavía confundido, me disculpo con Claudia, y para mostrar que mi cambio es genuino, no me enojo cuando me dice que Rodrigo le regaló un chocolate o que hoy será él quien la acompañe a casa; ni siquiera le reclamo cuando me cuenta de lo gracioso y ocurrente que es su nuevo amigo. No hago ni una sola mueca de dolor cuando los veo juntos, aunque por dentro me esté convirtiendo en una estatua de sal.
Por eso me sorprende enterarme que también se pueden robar besos, rara excepción a las reglas, antes vitales, de formular la pregunta y regalar las flores. Aquello, me dijeron, resultaba lindo siempre y cuando fuera de manera espontánea, como lo hizo Rodrigo con mi novia.
Tu exceso de confianza no mostraba amor, sino desinterés, me explican, por lo que no puedo sentirme traicionado.
Lloré a moco tendido durante varios días. Estaba triste y enojado: pensar que pude imaginarme a Alicia cuando besaba a Claudia, y no lo hice.
Aunque no quería, mis padres me obligaron a ir a la tardeada de la secundaria, la última debido a que estaba por terminar tercer año. Me dijeron que me haría bien salir un rato, y que si no iba me arrepentiría el resto de mi vida. Nunca supe si esto último lo decían porque habían disfrutado sus convivios escolares o si era una especie de amenaza.
Asistí para descubrir que Rodrigo no sólo era ocurrente y espontáneo, sino buen bailarín. Al lado del garrafón, vaso siempre en mano, observé que Claudia estaba de lo más divertida bailando con su otro novio (no habíamos terminado oficialmente). Fue en ese momento donde aprendí la estrategia del sediento insaciable, y donde decidí que jamás volvería ir a un baile.
Sin embargo, diez años después rompí la promesa que hice cuando estaba roto.
Al inicio de este baile mensual habían dicho que el punto era divertirse, pasarla bien. Además ya había pagado mi boleto de entrada. Tengo que divertirme, me digo, incluso a costa del aburrimiento de mi pareja.
Dejo el vaso sobre la mesa y me acerco a otra mujer. Sin preguntarle si quiere salir a bailar (había aprendido en mi juventud que algunas reglas se pueden omitir), la tomo de la mano con una seguridad que a mí mismo me asombra, y la llevo al centro de la pista.
Una vez ahí, en vez de mirar mis pies o mirarla a ella, cierro los ojos, escucho la música y empiezo a mover mi cuerpo al azar. Allí está ella. De entre las sombras aparece sonriendo. Después de tantos años, por fin estoy bailando con Claudia. Está de lo más divertida con mis pasos improvisados.